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martes, 6 de noviembre de 2018

La Doñita y yo


La Doñita espera el siga de un semáforo operado por un agente de vialidad que cada mañana le complica la vida a los automovilistas con su uso discrecional del tiempo. Para su buena suerte, se ha detenido al costado de un panteón. De los de ahora, por supuesto, sin nada qué ver con cementerios como el de Mezquitán de la amada Guanatos, con monumentos grandilocuentes que, eso sí, permiten leer la historia de los estilos artísticos de moda según la época en que partieron a otra dimensión sus habitantes.

En este recinto moderno hay caminos sinuosos, prados, árboles, tumbas. Casi todo es verde. Las copas de los árboles son frondosas y muy grandes, protegiendo con bondad a los visitantes durante las horas más crueles de calor. Pero hoy es diferente: es la celebración del Día de Muertos y el camposanto está vestido de flores coloridas. Destacan, inevitablemente, mis hermanas flores de cempuazúchitl; acompañadas por el espléndido cordón de obispo. Se ven rehiletes coloridos girando alegremente, dando movimiento a la quietud, como queriendo competir con nosotras.

Yo soy Flor de Cempuazúchitl, y mi camino por esta tierra llamada México inició el 24 de junio, día de San Juan. Ese día fui sembrada para convertirme en la flor de cuatrocientos pétalos. Para presentarme “orgullosa y altanera”, vestida de amarillo intenso y asombrar a todos en las últimas semanas de octubre. Pero antes gocé la maravilla de vivir en los Campos de Cempuazúchitl, donde el naranja se pierde en la mirada. Sé que soy parte importante y valiosa de la vida.

Llego a tiempo para dar vida a la tradición del 1 y 2 de noviembre; a la celebración de la vida al recordar las memorias más bellas de las personas que han partido a otra dimensión antes que sus seres queridos. Puedo contar esta historia porque ahora mismo viajo al lado de la Doñita esperando la luz verde del semáforo. Yo no iré al cementerio, voy a su casa. Mientras, yo lo sé, ella disfruta el privilegio de mi color y mi aroma.

Y escucho los pensamientos amorosos, cálidos, de la Doñita: “Querido, querida, te cuento que conmemoro, habito con todo mi corazón la tradición del Día de Muertos; y amo hacerlo desde que entendí su valor e importancia. Celebro con amor y calidez a mi abuelito Pepe, a mi abuelo Francisco, a mis queridos Chilolo y la Sra. Chela, a mi amiga Adriana, y a la recientemente ida Chonita, que decidió seguir de pata de perro en otro lado. ¿Por qué viven conmigo y nunca mueren?”

“Mi abuelito Pepe, el mejor abuelo del ‘mundo mundial’, me dio el amor a la historia y, muy especialmente, el amor a la tradición, a la historia, a México. Mi abuelo Francisco me dio el arte, esa visión extraordinaria del Ajusco y de los alrededores de la Ciudad de México. Chilolo y la Sra. Chela, mis padrinos, me dieron el amor y el soporte que tanto me hacían falta cuando mi padre biológico se fue. Adriana me brindó su amistad, me dio su alegría, y una lección de amor y fortaleza en los últimos días de su vida terrenal. Chonita partió en febrero, y me dio el método de la observación del arte, el amor por el aprendizaje, el gusto por los viajes, por la buena comida, la posibilidad de pensar en voz alta, y largas pláticas ante un buen café o un buen vino.

Observando el panteón, mientras la espera del siga continúa, descubro por qué me gustan tanto los camposantos: ahí se respira paz, amor, recuerdos. Sé que también hay dolor y tristeza, y añoranza. Pero bien dicen que el tiempo todo lo cura, y al hacerlo podemos sentir paz. Cada pensamiento, cada remembranza nos brindan calorcito en el corazón que, cierta estoy, sólo sucede de esta manera en nuestro México.”

De los pensamientos de la Doñita recuerdo que, para algunas personas, los panteones son sólo una colección de huesos. ¿Sólo huesos? ¿Feos? ¿Secos? Quizá sí. No obstante, justo ahí, en los cementerios se burla a la muerte y su sentido negativo de pérdida porque, paradójicamente, es ahí donde se recupera y se celebra a la vida.

Te cuento que evocar es recordar, es mantener viva a la vida misma y hacerla intemporal. Creo que es verdad aquello de que “una persona muere realmente cuando nadie le recuerda”. ¿Sabes? La otra parte de esta historia tiene que ver con la celebración en las casas de infinidad de mexicanos. No imaginas cómo me sorprendí cuando tomé conciencia de que soy un elemento fundamental en la realización de una ofrenda. Ahí donde no hay sentido de maldad ni oscuridad, porque conmemorar es el fin de este festejo.

Llegamos a casa de la Doñita, y la escucho contar por qué la ofrenda de día de muertos acerca a los vivos con el recuerdo de quienes partieron. Por cierto, te cuento que aquí se coloca un altar de tres niveles, se forra con el mantel más bonito y más blanco de la casa. Con tijeras picuditas y papel de china se hace papel picado, filigranas cubriendo los escalones y parte de los muros de la ofrenda. Después viene lo más divertido: la colocación de un sinfín de objetos, alimentos, panes de muerto, imágenes, espejos, agua, sal, cenizas, velas y veladoras; del sahumerio con oloroso copal. ¿Y yo? ¿Y mis hermanas flores? Estamos vistiéndolo todo, llenando de vida al altar, dando nuestros pétalos y aromas para recibir la esencia de los difuntitos. Te cuento que mi ciclo concluye con la esperanza de volver a ser Flor de Cempuazúchitl cuando mis semillas vuelvan a la patria tierra y vuelva a comenzar la vida.
Te cuento que yo soy Flor de Cempuazúchitl, y me hace feliz ser parte de esta fiesta que, dice la Doñita, es muy propia de México y que es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. ¿Te imaginas? Yo, con mis cuatrocientos pétalos, soy parte de este patrimonio para la intemporalidad.

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